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Tan adentro

  • Foto del escritor: Ana Reyes
    Ana Reyes
  • 28 mar 2015
  • 3 Min. de lectura

Cierro los ojos. Las lágrimas no se hacen visibles si los cierro con fuerza. Me hundo más en mi propio abrazo y aprieto fuerte los puños. Duele. Y no existe medicamento capaz de aliviar este dolor: no hay producto químico que llegue tan adentro. Y sigue doliendo, mientras intento pensar en otra cosa. Alguien entra en la habitación contigua, oigo sus pasos calmados y me gustaría ser esa otra persona. Me gustaría no estar en esta situación, no estar tumbada en la cama con si el mundo allí fuera no siguiera su curso. Cómo si estar aquí sirviera de excusa para huir de la realidad.

Vuelvo a abrir los ojos. No puedo retener más las lágrimas. La persona de la otra habitación entra y se une a mi abrazo. Me acaricia las mejillas y me seca la sal de la piel. Sé que está buscando las palabras adecuadas para reconfortarme, pero no las encuentra. Nadie las puede encontrar: no hay palabra que llegue tan adentro. Que alivie un dolor como este.

Ella sale y vuelvo a quedarme en mi silencio interior. Y el silencio del cuarto vuelve a acompañarme con mi respiración. No sé qué fuerzas encuentro que me hacen levantarme y algo se sacude dentro de mí: mi propia imagen me sorprende delante del espejo. Me gusta cómo me veo.

Vestido blanco que queda como la mano al guante.

Un velo suave echado hacía atrás.

Pequeños complementos que me recuerdan que odio las pulseras. Y los anillos. Menos uno.

Algo usado.

Algo azul.

Pero todo incompleto.

Quizás lo más importante de este día no sea mi atuendo, aunque me guste. Quizás lo que más bella puede hacerme es sonreír en el supuesto mejor día. Pero puede que no sea tan fácil: no hay sonrisa cuando el dolor llega tan adentro. Aparto la mirada del espejo e intento falsear una. Nunca se me ha dado bien y tengo la sensación de parecer una estúpida marioneta. Pero de trapo, y rota.

Me preparo para salir. No puedo esperar más.

Sola abro la puerta y doy el primer paso hacia el pasillo. Y el siguiente. Y el tercero. Doy todos los pasos sola, y sé que voy a dar los más importantes sola. Estás aquí, pero tan lejos como siempre. En las películas que veía de niña, y en las que veía ya de adulta, siempre estaba esa figura. En cada boda el padre al lado de su hija, y ambos felices.

Rompo a llorar antes de salir fuera.

Nada duele más que no contar con esa figura. Has estado, pero siempre ausente. Me has ayudado, pero nunca ha recompensado. Sigo caminando y cada paso se hace más duro. Estás en algún lugar entre los invitados, pero no puedo aceptar que me acompañes hasta el altar. Quizás es la decisión más dura que he tomado nunca, pero una cosa es ser padre. Y otra tener el papel que lo demuestra. Tú tienes ese certificado, pero pocas veces he sentido tener un padre.

Té seguiré llamando papá. Y estarás orgulloso de mí. Pero nada me dolerá más que no poder contar contigo como los demás. No tener esa relación que tan bonita puede llegar a ser.

Y aunque no negaré que te quiera, poco más que el apellido y la sangre nos une.

Camino sola. Ha llegado el momento. Y así, sin más, doy el paso más importante de mi vida sin compañía. Mi mano no toca la tuya. Simplemente sujeto el ramo. Y al llegar junto a él, nadie me da un beso en la mejilla y se marcha.

Quizás porque nunca ha estado.

¿Cómo puede marcharse alguien que nunca ha llegado a estar?

Sí quiero.

Contigo o sin ti, porque te perdí aún estando aquí. Y porque me perdiste. Y en la vida hay oportunidades que no se repiten.

No existen segundas oportunidades cuando el dolor llega tan adentro.

Cuando el dolor ya se ha interiorizado y el pasado quema.

Cuando papá no es más que una palabra y el significado no provoca nada en mí.

Nada, que al fin y al cabo es lo que seremos juntos.

“…en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” Luis de Góngora.


 
 
 

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