De moños deshechos
- Ana Reyes
- 4 dic 2014
- 3 Min. de lectura

Si nevaba o hacía sol no le importaba. Había abierto los ojos hacía apenas tres minutos y no quería levantarse de la cama aún. Miraba la oscuridad, con miedo, sin saber si abrir la puerta de su habitación era buena idea. Llevaba esperando un año, un larguísimo año para ese momento, ¿pero realmente estaba preparado? ¿Iba a encontrar lo que deseaba?
Aguardó tres minutos más y finalmente se levantó y subió las persianas. Una luz cegadora inundó el cuarto: todo el paisaje era de un blanco perla precioso. “Tan precioso como su moño deshecho” pensó sin quererlo. Se quedó mirando la nieve un rato, retrasando al máximo abrir la puerta. Pero tenía que hacerlo, no podía seguir esperando y lo sabía. El corazón le temblaba como nunca, incluso con el fuego de la chimenea tenía la piel de gallina, y ni acertaba en ponerse la manga de su bata de lana. Siendo tremendamente torpe era de esperar, aunque estaba más torpe de lo normal. Puso la mano izquierda sobre el pomo, y con la derecha sujetó el cinturón de la bata con fuerza. Y abrió. No se oía nada. La casa estaba tan solitaria como hacía meses. Tan solo el murmullo de algunos niños jugando en la calle alertaba que había alguien cerca.
– ¡Me ha traído un tren eléctrico! ¿Y a ti? –escuchó decir a un niño bajo la ventana del corredor.
Oyó como una niña respondía entusiasmada: era la mañana de Navidad. Pero sin embargo él no quería escuchar los estúpidos juguetes que habían recibido los niños; él quería su regalo.
Bajó poco a poco las escaleras hasta llegar al comedor, dónde un árbol mal montado esperaba su llegada. Un árbol solitario, sin regalos, sin nada ni nadie. Él lo sabía, sabía que eso pasaría, sin embargo la esperanza no había abandonado su cuerpo, como cada año. Se sentó junto al árbol y observó lo mal montado que estaba: ramas caídas, adornos viejos y rotos, y una estrella en lo alto más torcida imposible. Bajó la mirada, avergonzado de sí mismo y su torpeza. Miró sus manos, arrugadas, cansadas y blancas. Y de nuevo miró el árbol, y con toda la rabia y la tristeza lo intentó tirar al suelo con tan mala suerte que acabó él tumbado al lado. En ese mismo momento oyó como algo se rompía a su derecha y se giró asustado: era una fotografía en un marco que, al tirar el árbol, también había aterrizado en el suelo.
La cogió, y ahora lo que se rompía no era nada material, era su mismo interior. Ahí estaba ella, su pequeña flor con su moño blanco tan deshecho como siempre, sonriendo como una jovencita, una sonrisa llena de arrugas y expresiones que para él la hacían verla más preciosa todavía. Y a su lado estaba él, sujetando la cintura de ella, tan feliz que le parecía irreal. Una lágrima se le escapó sin querer en el mismo momento que acarició la mejilla de ella en la fotografía.
Llevaba siete años pidiendo esa sonrisa para Navidad, pidiendo un moño desecho al que acariciar cada noche antes de dormir y con el cuál pelearse cada mañana por quitarle las sábanas, pidiendo el dulce olor a lavanda y a miel de su ropa, pidiendo oír esa voz tan suave, pidiendo montar el árbol más bonito de toda la manzana y pidiendo, simplemente, recuperar a la parte de su vida que el cáncer se llevó sin precedentes.
Tan viejo y tan cansado de pedir lo imposible sabiendo que no llegaría, se levantó al oír el timbre con mucha dificultad. Abrió la puerta y sus ojos apagados dejaron entrever un poco de felicidad. Ella se había ido, pero había algo en el mundo que le hacía seguir con vida: el moño deshecho castaño de su hija le acarició la cabeza, le dio un beso en la frente y dijo con aire jovial:
– Papá, va a ser una niña. Si todo va bien nacerá el día que tú querías.
Y el futuro abuelo sonrió entre lágrimas. Otra niña, otra sonrisa como la de su abuela. Tenía que aceptar que esa persona que tanto amaba no iba a regresar, pero nadie dijo que se hubiera marchado del todo. Las personas que nos quieren y a las que queremos nunca se van del lugar más importante: el corazón. Y si su nieta naciera aquel día, sería el más grande regalo, aunque en el fondo, él sabía que el regalo más grande había sido su mujer y, mirando la fotografía rota por quinta vez, acarició el moño deshecho con una sonrisa. Otra Navidad más sin el regalo que quería, ¿o tal vez sí?
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