Deseos de cosas imposibles
- Ana Reyes
- 15 nov 2014
- 4 Min. de lectura

Esa noche no había luna. Únicamente las estrellas alumbraban, con tímida luz, los pasos apresurados que me llevaban a la cima de aquella pequeña montaña. Llegué con los pulmones en la garganta, con gotas de sudor cayendo alrededor de mi cuello y mi espalda, nunca antes había tenido tantas ganas de huir de algún lugar para estar sola. Miré el reloj de mi móvil y marcaba las dos en punto de la madrugada, había llegado justa pero no tarde. Esa misma tarde había leído que habría lluvia de estrellas desde las dos hasta las 5 de la madrugada y, estirando la manta que llevaba en mi mochila, me dediqué a observar el cielo con atención. Nunca antes había creído en el mito de las estrellas fugaces, lo encontraba infantil, estúpido e innecesario; sin embargo allí me encontraba, esperando ver alguna línea de luz en el oscuro cielo para pedirle un deseo. Y realmente podría pedir muchas cosas, pero solo deseaba una. Esperé hasta que amaneció, y no sé si fue porque me quedé dormida o porque la suerte no estaba de mi parte aquella noche, pero no vi ninguna estrella fugaz, y el deseo se quedó en mi interior.
Al bajar de la montaña sólo tenía ganas de llorar, me había comportado como una niña pequeña esperando que una estúpida bola de fuego cumpliera algo cuando yo era una insignificante mota de polvo en el universo. Enrabiada conmigo misma y con el mundo entero eché a correr hasta llegar al paseo marítimo. Ahora sí me sentía estúpida, cogiendo con manos temblorosas mi brick de zumo y mirando como las olas besaban la arena de la playa.
De pronto noté una mano en mi hombro. Reconocería esos dedos en cualquier parte.
– Hola –me saludó.
No le contesté y tampoco tenía ganas de hacerlo. A veces un silencio es mejor respuesta, y más con el sonido del mar como ayuda.
– Me he pasado la noche buscándote.
– Si hubieras venido no tendrías que haberme buscado –le reproché.
Se sentó a mi lado y me apartó los mechones de pelo de la cara, que revoloteaban traviesos con el viento. Le miré, por fin, y vi que llevaba una especie de carpeta. Él siguió mi mirada atento y se rió por debajo de la nariz.
– Quizás te parece gracioso. Pero sí que fui a nuestra cita, pero estaba tan nervioso que no pude acercarme a ti –comenzó a explicar-. Estabas preciosa, bueno, lo sigues estando, aunque ahora tengas más cara de dormida y te hayas derramado un poco de zumo en esa manga.
Me miré el vestido y tenía razón. ¿Se podía ser más torpe?
– Sabes que me gusta la fotografía –continuó-, y no pude evitar hacerte una foto esperando en el puerto, con el ceño algo fruncido, pero estabas de estampa de película. Hice una, dos, tres, quince fotos iguales… pero que cada vez me parecían más malas. ¿Sabes? La cámara no es capaz de captar el color de tus ojos desde lejos.
Sin darme cuenta le estaba escuchando más atenta que nunca.
– ¿Y bien? ¿Después tampoco pudiste acercarte? –realmente seguía enfadada por su plantón.
– No –afirmó-. Hubieras pensando que estaba loco si me acercaba a ti con todas esas fotos como un obsesionado o un reportero de la prensa rosa.
Seguí tu camino desde lejos. Te vi comer en el McDonalds, aunque no hice foto de cuando tenías toda la cara sucia de mayonesa, tranquila.
Le di un codazo en cuanto no pudo evitar reírse, y me sonrojé terriblemente.
– Y hasta la montaña. Estuve contigo toda la noche. Incluso cuando dormías, y seguías estando preciosa.
– Podías haberte acercado igualmente –volví a reprocharle.
– Si lo hubiera hecho quizás no tendría esta foto que he rebelado esta mañana –abrió la carpeta y me dio una foto girada-. Júzgame si quieres, pero sé que no viste ninguna estrella, y en esta foto yo he visto dos aunque solo le he pedido un deseo a una. Ahora, si me permites, voy a darme un baño, que el agua parece estar bastante buena.
Se levantó sin decirme nada más. No entendía nada y cuando quise darme cuenta él ya estaba mar adentro y yo con la foto girada todavía en mi regazo. Aún con miedo le di la vuelta y descubrí una foto increíble: yo de espaldas, tumbada con mi manta en la montaña y, justo encima de mí, en medio del cielo, una estrella fugaz se veía claramente. ¿Dos estrellas? Tardé un rato en darme cuenta de lo que eso había significado y, como una tonta, sonreí al darme cuenta de que era el cumplido más original y bonito que nunca nadie me había hecho. Él seguía en el agua y me acerqué hasta la orilla.
– ¿Puedo saber que le has pedido a una de las estrellas? –pregunté evitando una sonrisa que me delataba horriblemente.
– Si lo digo no se cumplirá –respondió muy serio.
Quizás no había acudido a la cita, pero me había dado la cita más rara de mi vida. Y hay cosas, como estas tan raras, que son difíciles de olvidar. Me quité el vestido en menos de cinco segundos y me lancé al agua con él que, bajito y a la oreja, me susurró que el deseo ya se había cumplido. A veces hay que juzgar más los deseos que los hechos, porque no todo lo que hacemos lo deseamos, pero todo lo que deseamos queremos que suceda. Y así, quizás, no pedí ningún deseo, pero lo pidieron por mí.
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