Un café medio solo
- Ana Reyes
- 12 nov 2014
- 3 Min. de lectura

El café nunca le sabía frío, ni tampoco caliente, simplemente lo bebía por rutina, por costumbre a hacer aquello que hace todo el mundo. Llenaba la taza tres dedos exactos de café y dos de leche, un azucarillo y después dos vueltas con el dedo índice. Era algo tan monótono que no requería ni que abriera los ojos, era capaz de hacerlo dormida. Después se sentaba en su sillón y ponía alguna canción de su lista de reproducción, casi siempre la misma. Así cada mañana, así cada día de la semana. Y es que no sabía hacer nada más que vivir de planes y normas, infestada de reglas y horarios.
Sabía que a las nueve en punto sonaría el teléfono, y una vez más no contestaría, por no querer aceptar que todavía faltaba mucho tiempo para lo que quería y, sobretodo, para no escuchar noticias que no podía celebrar a su lado. Llevaba tiempo viviendo de esa forma, ahuyentando todo lo que vaya acompañado de una alteración sentimental, compartiendo un café con el silencio de la habitación. Se podría decir que vivía encerrada entre cuatro paredes, todas ellas en su propia mente: la pared del miedo, la de la inseguridad, la de la soledad y, quizás la menos estable, la del recuerdo. Alguna de ellas, por lógica, tendría una puerta o una ventana hacía el exterior, pero era más fácil limitarse a beber café en su cómodo sillón.
El reloj interrumpió su ensoñación: nueve en punto; acto seguido debería sonar el teléfono. Esta vez, sin embargo, fue diferente: no sonó. Algo dentro de ella se removió con desazón. Una de sus rutinas se había roto, y no estaba preparada para eso.
Se levantó del sillón y una de sus paredes se desestabilizó: la del recuerdo; vio la foto dónde salían ambos, muy sonrientes, y sonrió ante la esperanza de lo que estaba pensando. Corrió a la habitación y rebuscó, entre su desorden, aquella ropa con la que más guapa se sentía. No tardó ni tres minutos en ir al baño y darse los últimos retoques. Ya ni recordaba que se sentía sola, ni estaba nada insegura con lo que llevaba puesto. Se sentó de nuevo en el sillón y cambió la canción por una más alegre que comenzó a cantar casi sin darse cuenta, con una voz ronca que demostraba que llevaba días sin articular palabra.
A medida que los minutos pasaban la pared de la inseguridad crecía de nuevo hasta que, con una melodía un tanto chirriante, el timbre sonó. Antes de abrir la puerta ya no tenía miedo, sólo alguien como él llamaba a la puerta de esa forma. Abrió y no pudo evitar sonreír como no hacía en meses.
– No has contestado a mis llamadas –dijo él, algo decepcionado.
– ¿Hubieras venido antes si no fuera por eso?
Ambos sonrieron. El teléfono no había sonado. La rutina se había alterado y todos sus sentimientos se habían puesto patas arriba, las paredes se habían derrumbado. Nueve meses en el extranjero eran demasiados, la distancia y la soledad la habían vaciado por completo; no obstante, nueve segundos besándolo en la puerta de su apartamento la llenaron como nunca. Es la relatividad del tiempo y sus esquemas, a veces nada, a veces todo. El café seguía sobre la mesita, cerca del sillón, más frío que nunca. Ella no se lo acabó y tampoco le hizo falta, probó unos labios más dulces y calientes que aquella taza áspera y vieja. Y así, en un beso, romper con los relojes y los calendarios, dejar que todo fluya más allá de un pasado, un presente o un futuro. Y si pican a tu puerta, rompiendo tu ruina, no cometas la locura de no abrir. Más bien abre con locura, puede que tras la puerta encuentres la llamada que te falta o la dulzura del café de tus mañanas.
Comments